24 de julio de 2021

        Relato publicado en el libro "De puertas adentro" editado por ALEA Bilbao.     

                                                                     

EL DEDO ANULAR 


Años atrás, aunque la mayoría de las personas que estaban allí desconocían el dato, ese mismo lugar había sido uno de los primeros colegios de la zona, y por supuesto religioso, dónde solo se enseñaba a niños privilegiados. Ella había visto fotos y reconoció la fachada principal, hoy decorada con un arco floral, que antaño elegían de fondo en las fotos anuales de los alumnos. Entre ellos, primero un abuelo y después un padre, bajito y gordo,que hoy desde otro lugar teñía ya el día con nubes negras. Auguraban rayos, relámpagos y truenos, habían presagiado hasta una galerna a última hora de la tarde. Un viento tan fuerte que se llevaría el tenderete blanco del jardín, las mesas, las sillas, las luces. No se descartaba, ante tanta alarma, que el restaurante entero saliese volando. De poco habían servido los huevos a la virgen y las plegarias en petición del astro luminoso. Ella, acomodada ya en su mesa, miraba las gotas romperse sobre los cristales de los ventanales. Podía oír, a pesar del bullicio de la gente, que el cielo se revolvía encima de sus cabezas y las nubes se chocaban unas con otras. Cómo su padre la gritaba tras la puerta de la habitación, cómo su mano golpeaba fuerte la madera y cómo su madre, a media noche, se colaba en su cama para calmarla. De niña le daban miedo los truenos : gritaba, temblaba, vomitaba o se meaba encima. Entonces su padre le gritaba que los niños de su edad no hacían esas cosas, que la próxima vez le sacaría al jardín hasta que se callase, que los niños de su edad eran mas valientes. Que los niños, que los niños, nunca la comparaba con las niñas. No llevaba pendientes, ni usaba lazos y apenas tuvo vestidos. Se llamaba  María José pero su padre apenas pronunciaba María. 


Un relámpago, de repente, iluminó el exterior del restaurante. Nadie más se percató. Andaban a comer, a beber, a olvidar. Otro rayo más y se cae la lampara, pensó. Y asomó despacio la mano que escondía debajo de la mesa, acercándola poco a poco al centro, en un movimiento infantil. Si cae por la parte afilada, en un golpe seco, que me atraviese, por favor, el dedo anular. Facilitó el deseo extendiendo bien las falanges, dejando espacio,  como cuando era pequeña y aguantaba la respiración más de lo debido en la piscina del internado. Y que del perfecto corte la alianza salga volando por el comedor, con un trozo de carne. Algunos comensales se preocuparían, por si lo pisan, y lo buscarían rápido entre sus pies, arrastrándose por el suelo. ¡Está aquí! ¡No,está aquí! ¡Lo he encontrado! 

Pero nadie miraría el chorro de sangre del otro trozo, ni los otros dedos huérfanos. Nadie se fijaría en ella, ni en el liquido rojo que le caería a borbotones por la mano. Podría, incluso,  levantarse, llenar las copas con su vino sagrado y brindar juntos por aquella bacanal. Nadie se percataría porque el color era parecido. Ni siquiera Juan se inmutaría demasiado, te compraré otro anillo, amor mío, y un dedo si es necesario. Un amor mío que comenzaba el primer verano de su vida, después del internado, con su primer bikini y sus primeras amigas. Se encariñó del chico que la trataba como a una chica, del chico más guapo del mundo y del primero que empezó a llamarla solo María. Un día le regaló una pulsera de hilo y se besaron en el baño del bar. A ella no le gustó, pero estaba enamorada, o eso creía. Juan la invitó a salir y ella dijo que sí, empezó a visitarla los domingos, su madre hacía bizcocho y paseaban por el barrio. Y una tarde de esas, su padre también dijo que sí y los dos hombres ahora de la casa brindaron felices. Será después de la universidad , escuchó decir, y decidió,entonces, estudiar medicina mientras su madre encendía el horno entre lágrimas.

Un segundo relámpago, más largo, cayó sobre el techo del restaurante. María miró de nuevo a la lampara, podía ver las pequeñas lágrimas de cristal que la decoraban tintinear unas contra otras. Y comenzó a desear, con más fuerza, que esta vez el golpe le partiera en dos la cabeza. Pero no del todo, mejor dejar el cerebro entreabierto, que se vea bien la cavidad, los lóbulos, los ganglios basales. La amígdala en éxtasis de emoción. Que el corte le llegara hasta la nariz y dejara un ojo a cada lado,por cada hemisferio, con la vista al frente para disfrutar de aquella fiesta. Sentada en mitad del comedor, podría probar sus vísceras con la punta de la lengua, que ya le pintaban los labios de rojo. La sangre le teñía una a una las perlas blancas del collar que adornaba su cuello, alcanzaría por el escote, ansiosa, ambos pechos. Sentía la muerte caliente, ardiendo, por el estómago y en un acto involuntario se tapó la entrepierna con sus cuatro dedos. El reguero bajaba por los tobillos hasta meterse en sus zapatos. El charco, como el odio, se hacía grande a sus pies. El bajo del vestido, la alfombra empapada, la sangre ya despilfarrada. El resto de invitados echarían un paso atrás, aterrados,mientras el vino de sus copas se escaparía ensuciándoles las manos. Gritarían como los truenos que hacía rato habían cesado y los pobres niños, como ella en su habitación azul, se orinarían de miedo. 


Fuera ya no llovía pero las sillas aún goteaban y la lona blanca sujetaba el agua acumulada. Después del trance le calmó ensimismarse en esa imagen igual que hacia de pequeña con las ilustraciones de los libros que leía. Viajaba a todos esos lugares pintorescos, buscaba tesoros e inventaba historietas. En muchas de ellas un hombre bajito y gordo tenia un accidente de coche y se despeñaba por la cuneta. 

La música sonaba cada vez mas alto y el jaleo de la gente le hizo volver al holgorio. Los camareros se preparaban para servir el postre. Su madre se acercó a ella y le acarició la mano. Y de repente,en mitad de aquel bullicio, al clamor de vivan los novios, el cuerpo de Juan cayó a plomo lleno de cristales y la sangre lo salpicó todo. 











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