11 de enero de 2022

 Cualquier día, cualquier día.



Desde la ventana de la cocina Paco la vio llegar a casa. El taxi estacionó a pocos metros de la portería. Marina, con la chaqueta vieja de andar por casa que pudo coger horas antes, se tapó las orejas y un poco el rostro, la noche había sido fría. Buscó las llaves de casa dentro de la pequeña bolsa de plástico que traía en las manos y entró en el portal. Paco, apresurado, se fue hacía su puerta y giró despacio la solapa de la mirilla; quería comprobar que su vecina estaba bien. Por un momento, decidió abrir la puerta, preguntarla qué tal estaba, qué había pasado, ofrecerle un café, un abrazo. Apoyó la mano en la manilla y con la otra se estiró la chaqueta del pijama mirándose en el espejo del recibidor. Pero como en otras ocasiones, no hizo nada.  Otro día, otro día se dijo. Marina pasó, arrastrando el cansancio y la tristeza, por delante de su puerta. A cámara lenta. Paco pudo comprobar las perlas blancas de sus pendientes, los zapatos negros de medio tacón y la marca en el pelo, justo en la zona  de la coronilla, que te dejan los sillones de los hospitales cuando, con suerte, has podido dormir unas horas. Hasta que ella no entró en su casa, él no se metió en la cama. La tarde anterior Paco había escuchado que la ambulancia había vuelto por allí el hijo de Marina dijeron. No hace mucho, el propio Paco, más valiente, se hubiese atrevido a preguntar y  a ayudarles, pero desde hacía un tiempo la conversión entre ellos se había convertido en justa y cordial.  Marina no salía apenas de casa.  Paco echaba de menos las charlas sobre música y libros, contarse las típicas cosas de los vecinos, los guisados de los domingos que condimentaban el patio Marina, huele que alimenta le decía sonriente  Oye, pues donde comen tres comen cuatro, Cualquier día, cualquier día, respondía él. Pero desde hacía un par de años, en casa de Marina habían pasado a ser solo dos en la mesa y ya no había domingos de guisado. Paco se quedó seco cuando al volver de las vacaciones vio la esquela en el portal. Marina y su hijo, después del entierro, se fueron unos meses al pueblo y cuando regresaron a Paco le pareció inapropiado darles el pésame y lo dejo pasar. Las muertes lo cambian todo se dijo. Igual que dejo pasar las ganas de abrazarla aquella noche cuando la vio salir del taxi, tan sola. Igual que dejo pasar, cuando era joven y lozano, la oportunidad de bailar en las fiestas del barrio con la muchacha de perlas blancas y tacones bajos. Le pareció tan inalcanzable la hija del cristalero y su propia  figura tan insulsa, que al día siguiente, animado también por un abuelo condecorado, solicitó ingresar como soldado de quinta. A ver si así, Marina se le iba de la cabeza. Pero tanto fue el empeño que acumuló galardones, medallas y años, mientras la niña del cristalero dejaba de ser tan niña y se casaba con otro más espabilado que también anduvo por las fiestas. 

Paco se jubiló como coronel, no hace mucho, con buena salud y una caja llena de cartas sin sello con promesas bonitas que también dejó pasar. Noches como aquella, cuando la esperaba sentado en la cocina, sin ella saber, y cuando las ganas se quedaban en las manos, Paco se metía en la cama preguntándose por dónde habían pasado tantos años. 

Al día siguiente, temprano, Marina volvía a irse en taxi hacía el hospital mientras Paco, temblando, dejaba caer en el buzón de al lado la primera promesa de tiempo atrás. 




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